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Muchas de esas veces estábamos algo incómodos por toda esa presión corporal, pero si había algo que sentíamos era seguridad. A medida que nos hacemos mayores y adquirimos responsabilidades de adultos, esa necesidad por sentirnos seguros sigue muy presente. Sin embargo, esta indefinible pulsión por la búsqueda continua de seguridad muchas veces no dirige nuestro comportamiento desde nuestra consciencia.
Por curioso que parezca, el más sensible frente a esta necesidad es nuestro cerebro. No le agradan los cambios, los riesgos ni aún menos las amenazas. Es él quien nos susurra aquello de «adáptate aunque no seas feliz, porque la seguridad garantiza la supervivencia». Sin embargo, y esto debemos tenerlo claro, la adaptación no siempre no va de la mano de la felicidad; entre otras razones porque esta adaptación muchas veces no se produce.
Hay quien sigue manteniendo el vínculo de su relación de pareja sin que exista un amor real, sin que haya una complicidad auténtica ni aún menos felicidad. Lo importante para algunos es escapar de la soledad y para ello no dudan en adaptarse a la talla de un corazón que no va con el suyo.
Lo mismo ocurre a nivel laboral. Son muchas las personas que optan por mostrar lo que se conoce como «un perfil bajo». Alguien dócil, manejable, alguien que llega a bajar méritos y estudios cuando redacta su currículum porque sabe que es el único modo de adaptarse a determinadas jerarquías empresariales.
Es como si en nuestra mente existiera un nuevo eslogan grabado, como el de la empresa de jabones citada al inicio: «Adaptarse o morir, renunciar para subsistir».
Ahora bien… ¿de verdad merece la pena morir de infelicidad?
A pesar de que nuestro cerebro sea resistente al cambio y nos invite elegantemente a permanecer en nuestra zona de confort, está diseñado genéticamente para hacer frente a los desafíos y sobrevivir ante ellos. De hecho, hay un dato relacionado con esto mismo que nos invita a la reflexión.
«La felicidad no está en el exterior, sino en el interior, de ahí que no dependa de lo que tengamos sino de lo que somos»
-Pablo Neruda-
Los investigadores Richard Herrnstein y Charles Murray definieron hace unos años un concepto denominado «Efecto Flynn». Se ha observado que año a año las puntuaciones del cociente intelectual siguen subiendo. Esto se debe, entre otros factores, a que la vida moderna actual está cada vez más llena de estímulos: tenemos más acceso a la información, interactuamos más y nuestros niños de ahora procesan cada vez más rápido todos estos datos, todos estos estímulos relacionados con las nuevas tecnologías.
Ahora bien, hay un aspecto esencial del que psicólogos, psiquiatras, sociólogos y antropólogos son muy conscientes: un CI elevado no siempre va de la mano de la felicidad. Parece que eso de ser feliz y disponer de un entramado neuronal más extenso y fuerte no siempre garantiza nuestro bienestar psicológico. Es extraño y desolador a la vez.
¿Qué está pasando entonces? Nos hemos adaptado a esta sociedad de la información pero a la vez, nos recluimos en nuestras zonas de confort como quien mira la vida pasar, inventando un sucedáneo felicidad, una marca blanca que ha instantes caduca y nos aboca al estrés y la ansiedad…
Se nos olvida, tal vez, que para ser feliz hay que tomar decisiones, que hay que librarnos de los zapatos ajustados y atrevernos a caminar descalzos, se nos olvida que el amor no tiene por qué doler, que la docilidad en el trabajo nos acaba quemando y que a veces, hay que hacerlo, hay que desafiar a quién nos somete y salir por la puerta de entrada para crear nuestro propio camino. Nuestra propia felicidad.
Nunca te adaptes a lo que no te hace feliz A veces lo hacemos, nos adaptamos a lo que no nos hace feliz como quien se calza un zapato a la fuerza pensando que es su talla, y al poco, descubre que es incapaz de caminar, de correr, de volar…La felicidad no duele y por tanto no debe oprimir, ni rozar ni quitar el aire, sino permitirnos ser libres, ligeros y dueños de nuestros propios caminos
Muchas de esas veces estábamos algo incómodos por toda esa presión corporal, pero si había algo que sentíamos era seguridad. A medida que nos hacemos mayores y adquirimos responsabilidades de adultos, esa necesidad por sentirnos seguros sigue muy presente. Sin embargo, esta indefinible pulsión por la búsqueda continua de seguridad muchas veces no dirige nuestro comportamiento desde nuestra consciencia.
Por curioso que parezca, el más sensible frente a esta necesidad es nuestro cerebro. No le agradan los cambios, los riesgos ni aún menos las amenazas. Es él quien nos susurra aquello de «adáptate aunque no seas feliz, porque la seguridad garantiza la supervivencia». Sin embargo, y esto debemos tenerlo claro, la adaptación no siempre no va de la mano de la felicidad; entre otras razones porque esta adaptación muchas veces no se produce.
Hay quien sigue manteniendo el vínculo de su relación de pareja sin que exista un amor real, sin que haya una complicidad auténtica ni aún menos felicidad. Lo importante para algunos es escapar de la soledad y para ello no dudan en adaptarse a la talla de un corazón que no va con el suyo.
Lo mismo ocurre a nivel laboral. Son muchas las personas que optan por mostrar lo que se conoce como «un perfil bajo». Alguien dócil, manejable, alguien que llega a bajar méritos y estudios cuando redacta su currículum porque sabe que es el único modo de adaptarse a determinadas jerarquías empresariales.
Es como si en nuestra mente existiera un nuevo eslogan grabado, como el de la empresa de jabones citada al inicio: «Adaptarse o morir, renunciar para subsistir».
Ahora bien… ¿de verdad merece la pena morir de infelicidad?
A pesar de que nuestro cerebro sea resistente al cambio y nos invite elegantemente a permanecer en nuestra zona de confort, está diseñado genéticamente para hacer frente a los desafíos y sobrevivir ante ellos. De hecho, hay un dato relacionado con esto mismo que nos invita a la reflexión.
«La felicidad no está en el exterior, sino en el interior, de ahí que no dependa de lo que tengamos sino de lo que somos»
-Pablo Neruda-
Los investigadores Richard Herrnstein y Charles Murray definieron hace unos años un concepto denominado «Efecto Flynn». Se ha observado que año a año las puntuaciones del cociente intelectual siguen subiendo. Esto se debe, entre otros factores, a que la vida moderna actual está cada vez más llena de estímulos: tenemos más acceso a la información, interactuamos más y nuestros niños de ahora procesan cada vez más rápido todos estos datos, todos estos estímulos relacionados con las nuevas tecnologías.
Ahora bien, hay un aspecto esencial del que psicólogos, psiquiatras, sociólogos y antropólogos son muy conscientes: un CI elevado no siempre va de la mano de la felicidad. Parece que eso de ser feliz y disponer de un entramado neuronal más extenso y fuerte no siempre garantiza nuestro bienestar psicológico. Es extraño y desolador a la vez.
¿Qué está pasando entonces? Nos hemos adaptado a esta sociedad de la información pero a la vez, nos recluimos en nuestras zonas de confort como quien mira la vida pasar, inventando un sucedáneo felicidad, una marca blanca que ha instantes caduca y nos aboca al estrés y la ansiedad…
Se nos olvida, tal vez, que para ser feliz hay que tomar decisiones, que hay que librarnos de los zapatos ajustados y atrevernos a caminar descalzos, se nos olvida que el amor no tiene por qué doler, que la docilidad en el trabajo nos acaba quemando y que a veces, hay que hacerlo, hay que desafiar a quién nos somete y salir por la puerta de entrada para crear nuestro propio camino. Nuestra propia felicidad.
Nunca te adaptes a lo que no te hace feliz A veces lo hacemos, nos adaptamos a lo que no nos hace feliz como quien se calza un zapato a la fuerza pensando que es su talla, y al poco, descubre que es incapaz de caminar, de correr, de volar…La felicidad no duele y por tanto no debe oprimir, ni rozar ni quitar el aire, sino permitirnos ser libres, ligeros y dueños de nuestros propios caminos
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